Durante décadas, la conservación ha apoyado su éxito en animales carismáticos que funcionan como símbolos globales. Sin embargo, un nuevo análisis científico revela que esta estrategia, aunque eficaz para captar atención y fondos, está generando efectos contraproducentes y pone en riesgo la salud de los ecosistemas completos.
La imagen del panda gigante se ha convertido en uno de los iconos más reconocibles de la protección de la naturaleza. Su rostro aparece en campañas, logotipos y carteles que apelan a la emoción y la urgencia de actuar. Esa fórmula se ha replicado con elefantes, tigres, ballenas o aves exóticas en todos los continentes. Pero detrás de ese enfoque aparentemente exitoso se esconde un problema estructural que comienza a preocupar seriamente a la comunidad científica.
Investigadores de la Hainan Normal University, en China, advierten que concentrar esfuerzos en una sola especie, por muy emblemática que sea, puede distorsionar las prioridades de la conservación y provocar daños a largo plazo. En lugar de medir el éxito por el número de individuos de una especie concreta, sostienen que debería evaluarse la salud del ecosistema en su conjunto. Ese mensaje, desarrollado en un estudio publicado en la revista PLOS Biology, cuestiona uno de los pilares más arraigados de la conservación moderna.
La conservación centrada en especies populares no surge del azar. Es una respuesta directa a cómo funcionan la psicología humana, la comunicación y el financiamiento. Pero precisamente por eso, señalan los autores, se ha convertido en un atajo peligroso que puede dar una falsa sensación de progreso mientras los sistemas ecológicos continúan degradándose.
Cuando proteger una especie termina dañándola
El estudio se apoya en varios casos reales ocurridos en China que ilustran cómo una aproximación excesivamente focalizada puede generar consecuencias inesperadas. Uno de los ejemplos más contundentes es el de la salamandra gigante china, considerada uno de los anfibios más grandes del planeta y durante años un símbolo de programas de conservación.
Durante mucho tiempo se pensó que esta salamandra constituía una sola especie. Sin embargo, investigaciones genéticas posteriores revelaron que en realidad se trataba de varias especies distintas, visualmente casi idénticas, pero genéticamente separadas desde hacía millones de años. Para entonces, los programas de conservación ya habían iniciado planes masivos de cría en cautividad y reintroducción en la naturaleza, sin distinguir entre esas líneas evolutivas.
El resultado fue una mezcla genética artificial que debilitó a las poblaciones originales. En lugar de salvarlas, las intervenciones humanas redujeron su adaptabilidad y aumentaron su vulnerabilidad. “La conservación basada únicamente en la apariencia y el número de individuos puede borrar una diversidad genética irreemplazable”, advierten los autores del estudio, que consideran este caso un ejemplo paradigmático de cómo una buena intención puede derivar en un problema mayor.
Situaciones similares se observaron en la recuperación de la ibis crestada japonesa y del ciervo de Père David, dos especies emblemáticas que durante décadas estuvieron al borde de la extinción. Gracias a intensivos programas de reproducción, sus poblaciones numéricas crecieron de forma notable, lo que fue presentado como un éxito rotundo. Sin embargo, la realidad ecológica era más compleja.
En ambos casos, los animales fueron reintroducidos en entornos que no estaban preparados para sostenerlos. Los hábitats carecían de suficiente espacio, recursos o conectividad ecológica. Esto derivó en problemas de sobrepoblación local, aumento de la consanguinidad, enfermedades y tasas de mortalidad más altas de lo esperado. Sobre el papel, la especie estaba “salvada”; en la práctica, el ecosistema estaba bajo una presión adicional.
El problema de medir mal el éxito
Para los investigadores, estos errores no son excepciones, sino síntomas de un modelo de conservación que utiliza indicadores demasiado simples. El aumento del número de individuos de una especie concreta se ha convertido en una medida cómoda y fácilmente comunicable, pero profundamente insuficiente.
La biodiversidad no funciona como una colección de piezas aisladas. Cada especie forma parte de una red compleja de interacciones que incluye plantas, microorganismos, suelos, agua, clima y otras especies animales. Alterar un solo componente sin considerar el conjunto puede desestabilizar todo el sistema.
“El crecimiento de una población no garantiza que el ecosistema sea funcional ni resiliente”, señalan los científicos en su trabajo. En su opinión, muchas estrategias actuales confunden la conservación con una especie de contabilidad biológica, en la que sumar individuos equivale automáticamente a éxito, sin preguntarse qué impacto tienen esas intervenciones en el equilibrio general.
El estudio propone un cambio de paradigma. En lugar de centrarse en especies individuales, la conservación debería priorizar la restauración de hábitats completos, la recuperación de procesos ecológicos y la reducción de las presiones humanas que fragmentan y degradan los ecosistemas.
Ecosistemas primero, no mascotas de la biodiversidad
El enfoque ecosistémico, explican los autores, no ignora a las especies amenazadas, sino que las integra en un marco más amplio. La idea es crear y mantener entornos sanos donde las especies puedan sobrevivir y adaptarse por sí mismas, con una intervención humana mínima y estratégica.
Este tipo de proyectos suele ser más complejo y menos visible a corto plazo. Restaurar suelos, recuperar cursos de agua, reconectar hábitats fragmentados o permitir la regeneración natural de la vegetación no produce imágenes tan llamativas como la liberación de un animal icónico. Sin embargo, los beneficios acumulados son mucho mayores y más duraderos.
Además, este enfoque reduce el riesgo de efectos secundarios no deseados, como la introducción de especies en lugares inadecuados o la manipulación genética accidental. Desde el punto de vista económico, también puede resultar más eficiente, ya que invierte recursos en sistemas que sostienen múltiples especies en lugar de concentrarlos en una sola.
“Proteger especies carismáticas tiene poco sentido si solo contamos cuántos individuos existen, sin atender al estado del ecosistema que debería sostenerlos a largo plazo”, escriben los investigadores. Para ellos, la clave está en pasar de una conservación reactiva y simbólica a una preventiva y estructural.
El atractivo irresistible de las especies carismáticas
A pesar de las advertencias científicas, el enfoque centrado en especies emblemáticas sigue dominando campañas y políticas. La razón es sencilla: funciona muy bien a nivel emocional. Estudios psicológicos han demostrado que las personas responden con más empatía y disposición a donar cuando el mensaje se asocia a un animal reconocible y “atractivo”.
Este fenómeno, conocido como el efecto de las especies carismáticas, explica por qué un panda o un tigre generan más apoyo que un conjunto de insectos polinizadores, un humedal maloliente o una comunidad de hongos subterráneos. Para las organizaciones conservacionistas, recurrir a estas figuras resulta tentador y, en muchos casos, necesario para sobrevivir financieramente.
El problema es que este sesgo desplaza fondos y atención hacia un número limitado de especies, mientras otras, menos visibles pero ecológicamente cruciales, quedan relegadas. Plantas, invertebrados, microorganismos y procesos ecológicos básicos suelen quedar fuera del foco mediático, a pesar de ser esenciales para la estabilidad de los ecosistemas.
Según un análisis difundido por Phys.org, esta dinámica ha contribuido a una visión fragmentada de la conservación, en la que se celebran victorias simbólicas mientras se ignora la degradación continua de los sistemas naturales que sostienen la vida.
Una conservación pensada para el largo plazo
Los autores insisten en que cambiar este enfoque no implica eliminar por completo el uso de especies emblemáticas. Estas pueden seguir cumpliendo un papel comunicativo importante, siempre que se utilicen como puerta de entrada para explicar la complejidad del ecosistema del que forman parte.
El desafío consiste en redefinir el éxito. No se trata solo de evitar la extinción de un animal concreto, sino de garantizar que pueda sobrevivir en un entorno funcional, diverso y resiliente. Eso requiere políticas a largo plazo, coordinación entre disciplinas científicas y una narrativa pública menos simplificada.
La crisis de la biodiversidad es global y responde a múltiples presiones simultáneas, desde la pérdida de hábitat y el cambio climático hasta la contaminación y las especies invasoras. Afrontarla con soluciones parciales puede generar la ilusión de avance, pero no resuelve el problema de fondo.
El mensaje que emerge del estudio es claro y contundente: salvar la naturaleza no es cuestión de elegir al animal más bonito, sino de proteger el entramado invisible que permite su existencia. Solo cuando la conservación deje de girar en torno a unas pocas mascotas de la biodiversidad y adopte una visión sistémica será posible hablar de un futuro verdaderamente sostenible para la vida en la Tierra.

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