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Los planetas similares a la Tierra podrían ser mucho más comunes en el universo de lo que se pensaba.
viernes, diciembre 19, 2025

Los planetas similares a la Tierra podrían ser mucho más comunes en el universo de lo que se pensaba.

La Tierra vista desde el espacio, con océanos azules, continentes iluminados y la atmósfera rodeando el planeta sobre el fondo oscuro del cosmos.

Un nuevo modelo desarrollado por investigadores japoneses sugiere que los planetas rocosos con cantidades moderadas de agua podrían ser mucho más comunes en el universo de lo que se pensaba, gracias a la influencia indirecta de supernovas cercanas durante la formación de los sistemas planetarios.

La Tierra ocupa una posición delicada entre dos extremos cósmicos. No es un desierto árido como Marte, pero tampoco una esfera cubierta por océanos profundos como algunos exoplanetas detectados en los últimos años. Esta proporción precisa de agua líquida ha sido clave para el desarrollo de la vida compleja, pero durante décadas los científicos se han preguntado por qué nuestro planeta terminó siendo así y no de otra manera. Un nuevo estudio apunta a que la respuesta podría encontrarse en una explosión estelar ocurrida en las inmediaciones del joven Sistema Solar.

Investigadores de la Universidad de Tokio proponen que una supernova relativamente cercana bañó el disco protoplanetario que rodeaba al Sol naciente con radiación y materiales radiactivos en el momento justo. Ese proceso habría eliminado gran parte del agua inicial de los materiales que acabarían formando la Tierra, dejando atrás un planeta rocoso con océanos superficiales, pero sin un exceso de agua incompatible con la geología y la química necesarias para la vida.

La idea no solo ofrece una explicación coherente para el origen del equilibrio hídrico terrestre, sino que además sugiere que este tipo de circunstancias podría repetirse con frecuencia en otras regiones de la galaxia. Si es así, los mundos similares a la Tierra podrían ser mucho menos excepcionales de lo que se creía hasta ahora.

El exceso de agua en el nacimiento de los planetas

Las observaciones de discos protoplanetarios jóvenes muestran que los materiales sólidos que dan origen a los planetas suelen ser ricos en agua y otros compuestos volátiles. En el caso del Sistema Solar primitivo, los modelos indican que los bloques iniciales contenían varias veces más agua de la que hoy existe en la Tierra. Sin embargo, ese contenido se redujo de forma drástica antes de que el planeta alcanzara su tamaño final.

La clave de este proceso estaría en una familia de elementos conocidos como radionúclidos de vida corta. Se trata de versiones inestables de ciertos elementos que se desintegran rápidamente, liberando calor en el proceso. El más importante de ellos es el aluminio-26, un isótopo radiactivo cuya vida media es de apenas unos cientos de miles de años.

Cuando los primeros cuerpos rocosos del Sistema Solar se formaron, la desintegración del aluminio-26 y de otros radionúclidos similares calentó su interior. Ese calor provocó la evaporación de agua y otros volátiles, alterando de manera irreversible la composición de los materiales que acabarían integrándose en planetas como la Tierra.

El problema es que, debido a su corta vida, estos radionúclidos no podían haber sobrevivido desde la nube interestelar original que dio origen al Sistema Solar. La formación del Sol y de su disco protoplanetario llevó millones de años, demasiado tiempo para que el aluminio-26 inicial siguiera presente en cantidades significativas. Alguna fuente externa tuvo que reabastecer el sistema justo antes o durante el nacimiento de los planetas.

Una supernova sin destruir el sistema

Desde hace tiempo, los astrónomos consideran que una supernova cercana podría haber sido la responsable de ese aporte de material radiactivo. Las supernovas producen grandes cantidades de elementos pesados e isótopos inestables, que se dispersan en el espacio circundante tras la explosión. Sin embargo, los modelos clásicos planteaban un dilema difícil de resolver.

Para explicar la abundancia observada de aluminio-26 en el Sistema Solar temprano, la supernova debía haber ocurrido extremadamente cerca, a una distancia tan corta que la onda expansiva habría destruido el disco protoplanetario. Sin ese disco, no podrían haberse formado ni la Tierra ni el resto de los planetas. El escenario parecía incompatible con la propia existencia del Sistema Solar.

El nuevo trabajo propone una solución distinta, conocida como el “modelo de inmersión”. Según esta hipótesis, no es necesario que la supernova esté peligrosamente cerca. Basta con que ocurra a una distancia del orden de 1 parsec, aproximadamente 3,26 años luz, para que sus efectos sean decisivos sin resultar catastróficos.

Cuando una estrella masiva explota como supernova, no solo expulsa fragmentos de materia, sino que también genera una potente onda de choque cargada de partículas altamente energéticas, sobre todo protones. Esa ola de radiación puede atravesar el espacio interestelar y alcanzar discos protoplanetarios cercanos sin desintegrarlos.

Un baño de radiación creadora

En el modelo de inmersión, cuando la onda de choque de la supernova atraviesa el disco protoplanetario, se producen dos procesos simultáneos. Por un lado, parte del material radiactivo sintetizado en la explosión se incorpora directamente al disco. Por otro, y quizá más importante, las partículas energéticas bombardean los átomos ya presentes en el disco y transforman algunos de ellos en nuevos radionúclidos.

Este “baño” de rayos cósmicos actúa como una fábrica local de isótopos radiactivos. En lugar de depender exclusivamente del material expulsado por la supernova, el propio disco genera aluminio-26 y otros radionúclidos de vida corta a partir de elementos estables. De este modo, se alcanzan las concentraciones necesarias sin exponer al sistema a una explosión devastadora.

Los investigadores muestran que este mecanismo puede explicar de manera coherente la presencia de los seis principales radionúclidos de vida corta identificados en meteoritos primitivos del Sistema Solar. Ningún modelo anterior había logrado reproducir todas estas abundancias de forma simultánea.

Los resultados del estudio fueron publicados en la revista Science Advances, una de las publicaciones científicas de mayor prestigio en el ámbito internacional, donde los autores detallan los cálculos y simulaciones que sustentan su propuesta.

Supernovas comunes en viveros estelares

Más allá de resolver un viejo enigma sobre el origen de la Tierra, el nuevo modelo tiene implicaciones profundas para la astrobiología. La cuestión clave es cuán frecuente puede ser este tipo de interacción entre supernovas y discos protoplanetarios.

Para responder a esta pregunta, el equipo analizó datos observacionales y teóricos sobre cúmulos estelares, los entornos donde nacen la mayoría de las estrellas similares al Sol. En estos viveros estelares, las estrellas masivas que acabarán explotando como supernovas suelen formarse junto a estrellas más pequeñas y longevas.

El análisis sugiere que una fracción significativa de estrellas de tipo solar experimenta al menos una supernova a una distancia de alrededor de 1 parsec durante la vida de su disco protoplanetario. Esta distancia es compatible con el modelo de inmersión y mucho más común que las explosiones extremadamente cercanas que exigían las teorías anteriores.

Según las estimaciones del estudio, entre el 10 y el 50 por ciento de las estrellas similares al Sol en la Vía Láctea podrían haber recibido una dosis de radionúclidos comparable a la que tuvo el Sistema Solar primitivo. Esta cifra implica que las condiciones que favorecieron la formación de la Tierra no serían una rareza cósmica.

Mundos secos en la zona habitable

La presencia o ausencia de radionúclidos de vida corta puede marcar una diferencia crucial en el tipo de planetas que se forman. Sin el calor generado por su desintegración, los planetas rocosos nacidos en la llamada zona habitable podrían retener enormes cantidades de agua. En algunos modelos, estos mundos tendrían océanos que representarían decenas de por ciento de su masa total.

Aunque un planeta cubierto casi por completo de agua pueda parecer atractivo, este escenario plantea problemas para la aparición de vida compleja. La ausencia de continentes limita los ciclos geoquímicos esenciales, como la regulación del carbono a largo plazo, y reduce la diversidad de entornos donde la vida puede evolucionar.

El calentamiento radiactivo temprano, en cambio, favorece la formación de planetas más secos, con superficies sólidas expuestas, actividad tectónica y una química más variada. En ese contexto, la Tierra aparece como un ejemplo de un resultado particularmente favorable, pero no necesariamente único.

Si el modelo es correcto, muchos exoplanetas rocosos detectados en la zona habitable de sus estrellas podrían haber pasado por procesos similares. Esto ampliaría de forma notable el número de candidatos potenciales para albergar vida.

Incertidumbres y pruebas futuras

Los propios autores subrayan que el modelo aún presenta incertidumbres importantes. La cantidad exacta de radionúclidos producidos por una supernova depende de la masa y composición de la estrella progenitora. Además, la eficiencia con la que las ondas de choque aceleran partículas energéticas sigue siendo un tema de investigación activa.

Estas variables pueden modificar las cantidades finales de material radiactivo en el disco protoplanetario hasta en un factor dos. Aun así, los investigadores consideran que el marco general del modelo es robusto y compatible con los datos disponibles.

La teoría podrá ponerse a prueba en los próximos años mediante observaciones más detalladas de exoplanetas rocosos. Si futuras misiones detectan una abundancia significativa de mundos de tamaño terrestre con densidades compatibles con composiciones relativamente secas, ello reforzaría la idea de que procesos como el propuesto fueron comunes en la historia galáctica.

Más allá de explicar nuestro propio origen, el estudio ofrece una perspectiva optimista sobre la frecuencia de planetas similares a la Tierra. En lugar de ser el producto de una cadena improbable de acontecimientos, nuestro planeta podría ser uno de muchos mundos moldeados por la influencia discreta pero decisiva de estrellas que murieron cerca en el momento adecuado.

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