Interpretar las emociones ajenas es una habilidad clave para la vida social, pero un nuevo conjunto de estudios revela que solemos exagerarlas, especialmente cuando son negativas. Lejos de ser solo un error, esta tendencia puede favorecer la empatía y proteger las relaciones, aunque también entraña riesgos en determinados contextos.
Confiar en la intuición para descifrar el estado emocional de los demás es una práctica cotidiana. Un silencio prolongado, una respuesta breve en un chat o un gesto ambiguo bastan para que nuestra mente complete la escena. Sin embargo, la ciencia empieza a mostrar que ese proceso no es tan preciso como creemos. De hecho, solemos imaginar emociones más intensas de las que realmente experimenta la otra persona, sobre todo cuando se trata de enfado, tristeza, miedo o estrés.
Esta conclusión emerge de una serie de siete estudios realizados con más de 2800 participantes por un equipo de la Hebrew University of Jerusalem, liderado por la profesora Anat Perry. El trabajo, publicado en la revista Nature Communications, analizó cómo las personas interpretan emociones en contextos muy diversos: interacciones cara a cara, mensajes escritos, conversaciones con desconocidos y con personas cercanas. En todos los casos apareció el mismo patrón: la intensidad emocional percibida superaba sistemáticamente a la real.
Lejos de limitarse a un laboratorio o a una situación artificial, el fenómeno se repite en escenarios cotidianos y con distintos tipos de vínculos. Esa consistencia llevó a los investigadores a plantearse una pregunta clave: si este sesgo es tan común, ¿podría cumplir alguna función adaptativa en lugar de ser solo una distorsión cognitiva?
Una herencia de la evolución social
Para comprender el origen de esta tendencia, el equipo recurrió a una explicación evolutiva. Shir Genzer, una de las investigadoras del estudio, explica que el cerebro humano parece inclinarse deliberadamente hacia la cautela cuando interpreta señales emocionales negativas. “Nuestros hallazgos muestran que el cerebro tiende a ser precavido al interpretar las emociones negativas de los demás. Desde un punto de vista evolutivo, tiene sentido mantenerse en el lado seguro y exagerar señales que podrían indicar estrés, insatisfacción o conflicto”, señala.
En términos simples, el sistema cognitivo prefiere equivocarse por exceso antes que por defecto. Asumir que alguien está más enfadado o más asustado de lo que realmente está puede llevar a una respuesta defensiva o cuidadosa que, en el peor de los casos, resulta innecesaria. Pero subestimar una emoción intensa podría tener consecuencias mucho más graves, especialmente en entornos sociales donde la cooperación y la detección temprana del conflicto han sido claves para la supervivencia.
Genzer lo resume con una lógica clara: “La presión evolutiva favorece sistemas que minimizan los errores más costosos. Pasar por alto señales emocionales negativas puede causar daños, mientras que reaccionar ante una señal que luego resulta menos grave suele tener un coste menor”. Así, el cerebro opta por una estrategia de “falsa alarma” antes que por el riesgo de ignorar una amenaza potencial.
Cuando exagerar ayuda a conectar mejor
Uno de los hallazgos más llamativos del trabajo es que una ligera exageración de las emociones negativas no solo no es perjudicial, sino que puede resultar beneficiosa en ciertos contextos. Los participantes que tendían a sobreestimar moderadamente el malestar ajeno mostraban respuestas más empáticas y conductas más cuidadosas hacia los demás.
En el ámbito de las relaciones de pareja, este efecto se volvió especialmente interesante. Las parejas de personas con esta leve tendencia a la sobreinterpretación reportaron mayores niveles de satisfacción relacional. Según los autores, detectar —o creer detectar— señales tempranas de malestar puede llevar a actuar antes de que el problema crezca, reforzando la comunicación y el apoyo mutuo.
“La lógica evolutiva también se aplica a las relaciones íntimas”, explica Genzer. “No percibir las emociones negativas de la pareja puede amenazar la estabilidad del vínculo. La sobreestimación puede ser un sesgo moldeado por la evolución para proteger los lazos sociales”. En este sentido, exagerar un poco el enfado o la tristeza del otro puede traducirse en más atención, más cuidado y una mayor disposición a reparar posibles tensiones.
El riesgo de cruzar la línea
No obstante, los propios investigadores advierten que este efecto positivo tiene límites claros. Cuando la sobreestimación deja de ser leve y se vuelve sistemática o extrema, las consecuencias pueden invertirse. En lugar de fomentar la empatía, puede generar ansiedad, malentendidos y conflictos innecesarios.
El estudio encontró que niveles elevados de este sesgo se asocian con menor satisfacción en las relaciones. La razón es sencilla: interpretar constantemente que el otro está molesto o angustiado puede crear un clima de tensión permanente, incluso cuando no hay motivos reales para ello. En personas con rasgos ansiosos, esta dinámica puede alimentar una espiral de preocupaciones difícil de romper.
Genzer subraya que “los efectos dependen tanto de la magnitud como del contexto”. No se trata de que exagerar emociones sea intrínsecamente bueno o malo, sino de cómo y cuándo ocurre. Una ligera distorsión puede servir como amortiguador social, pero una exageración persistente puede convertirse en una fuente de estrés.
Consecuencias en situaciones de alta presión
Más allá de las relaciones personales, la investigación plantea implicaciones importantes para contextos profesionales y sociales donde la lectura de emociones es crítica. Un ejemplo citado por el equipo es el de las fuerzas de seguridad en situaciones de conflicto.
“Pensemos en agentes de policía muy estresados al gestionar manifestaciones”, plantea Genzer. “Incluso una tendencia moderada a sobreestimar señales emocionales negativas puede llevar a percibir la situación como más peligrosa de lo que realmente es”. Esa percepción inflada del riesgo puede desencadenar intervenciones prematuras o desproporcionadas que, en lugar de calmar el ambiente, contribuyan a su escalada.
Este punto resulta especialmente relevante en un mundo donde las tensiones sociales y políticas son frecuentes. Un sesgo que en el ámbito privado puede actuar como un mecanismo protector, en escenarios colectivos puede amplificar conflictos y aumentar la probabilidad de enfrentamientos.
Un sesgo que cruza fronteras culturales
Los estudios analizados se llevaron a cabo en Israel, Estados Unidos y el Reino Unido, lo que permitió a los investigadores explorar si el fenómeno se repetía en distintos entornos culturales occidentales. El resultado fue claro: la tendencia a sobreestimar emociones negativas apareció de forma consistente en los tres países, tanto en hombres como en mujeres.
Este patrón sugiere que el sesgo no está limitado a una cultura específica, al menos dentro del contexto occidental. Sin embargo, los autores son cautos a la hora de generalizarlo al resto del mundo. La forma en que las emociones se expresan y se interpretan varía considerablemente entre culturas, y es posible que la magnitud o incluso la dirección del sesgo cambie en otros entornos sociales.
Además de la cultura, los investigadores señalan que las diferencias individuales juegan un papel importante. Rasgos de personalidad asociados a la ansiedad, la sensibilidad social o determinados estilos de apego podrían influir en cuánto se exageran las emociones ajenas. Este aspecto abre la puerta a futuras investigaciones que exploren por qué algunas personas son más propensas que otras a este tipo de interpretaciones.
El desafío añadido de la comunicación digital
Si interpretar emociones cara a cara ya es complejo, hacerlo a través de una pantalla lo es aún más. El estudio también examinó cómo funciona este sesgo en la comunicación digital, un terreno donde las pistas emocionales son limitadas y fácilmente ambiguas.
Según Genzer, “la comunicación digital cambia las reglas del juego”. Los mensajes de texto, los correos electrónicos y las redes sociales eliminan gestos, tonos de voz y expresiones faciales, lo que deja más espacio para la interpretación subjetiva. En ese vacío informativo, la tendencia a exagerar emociones negativas puede intensificarse.
A esto se suma el papel de los algoritmos de las plataformas digitales, que tienden a amplificar contenidos con alta carga emocional. “Si las personas ya tienen la inclinación a sobreestimar emociones, este efecto puede escalar rápidamente en entornos digitales que favorecen la ira o la intensidad emocional”, advierte la investigadora.
Una frustración leve puede leerse como enfado, ese enfado como hostilidad y, sin una corrección inmediata, la emoción reconstruida puede persistir y crecer. En el espacio digital, donde las interacciones no siempre ofrecen retroalimentación directa, la sobreestimación puede contribuir a malentendidos duraderos y a conflictos innecesarios.
Un equilibrio delicado en la vida social
El conjunto de estudios dibuja un panorama matizado. Exagerar un poco las emociones negativas de los demás no es necesariamente un fallo del sistema cognitivo; puede ser una estrategia profundamente arraigada que, en muchos casos, favorece la empatía y la cohesión social. Sin embargo, ese mismo mecanismo puede volverse problemático cuando se desborda o se traslada a contextos donde la cautela excesiva tiene un alto coste.
Comprender este sesgo no implica eliminarlo, sino aprender a reconocerlo. Saber que tendemos a imaginar emociones más intensas de lo que son puede ayudarnos a frenar interpretaciones precipitadas, especialmente en situaciones tensas o en la comunicación digital. En un mundo cada vez más interconectado y emocionalmente cargado, este equilibrio entre sensibilidad y precisión se vuelve más importante que nunca.
La investigación no ofrece recetas simples, pero sí una idea clave: nuestras percepciones emocionales no son un espejo fiel de la realidad, sino el resultado de un sistema diseñado para protegernos. La tarea ahora es aprender a usar ese sistema con conciencia, aprovechando sus ventajas sin caer en sus trampas.

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