Un nuevo estudio revela que muchos agresores de pareja no actúan de forma impulsiva ni descontrolada, sino que siguen un proceso psicológico planificado y sostenido en el tiempo para someter emocionalmente a sus víctimas. Utilizan el afecto como instrumento de control y van cimentando una dependencia que hace que la mujer permanezca junto a su maltratador incluso cuando todavía no existe agresión física.
Antes de que aparezcan los golpes, las amenazas o la violencia económica, la dinámica de poder ya se ha instalado y el sometimiento emocional está en marcha. La aparente “historia de amor intensa” que caracteriza el inicio de muchas de estas relaciones no es, según la nueva evidencia académica, un desbordamiento sentimental espontáneo, sino la primera fase de un proceso de manipulación que crea una atadura psicológica muy difícil de romper. La violencia, cuando llega, ya no se dirige a una mujer libre, sino a alguien cuyo sentido de realidad, autoestima y percepción de vínculo han sido moldeados desde dentro.
Esta investigación aporta un giro clave en la comprensión del fenómeno: demuestra que el control y la dependencia no son “efectos secundarios” del maltrato, sino herramientas deliberadamente fabricadas por el agresor mucho antes de que la víctima perciba peligro. La relación comienza como un espejismo afectivo, lleno de intensidad y aparente cuidado, hasta transformarse después en un mecanismo de agotamiento emocional y encarcelamiento psicológico. Es precisamente esa combinación —primero afecto, después crueldad, luego disculpas y de nuevo ternura— la que instala el ciclo adictivo que mantiene a la mujer atrapada.
Un patrón de sometimiento afectivo cuidadosamente construido
La investigación fue realizada en la University of Cambridge y publicada recientemente en la revista especializada Violence Against Women. La autora del estudio, Mags Lesiak, entrevistó a dieciocho mujeres profesionales, económicamente independientes y con alta formación académica, lo que derriba una vez más el mito de que la violencia de pareja afecta solamente a quienes dependen materialmente del agresor. Ninguna de las entrevistadas se encontraba en situación de vulnerabilidad económica o social; por el contrario, muchas eran médicas, profesoras o investigadoras.
El hecho de que estas mujeres no se ajusten al estereotipo tradicional de “víctimas frágiles” constituye una de las conclusiones centrales del estudio: lo que las mantuvo atrapadas no fue la falta de recursos, sino el diseño psicológico de la relación. Según la investigadora, el agresor ejerce primero un bombardeo emocional —intensidad, atención, devoción desmedida— que hace sentir a la mujer “elegida, vista y comprendida como nunca antes”. Esta etapa recibe el nombre popular de love bombing, y genera una sensación tan eufórica que la víctima interpreta ese arrebato como prueba de amor excepcional y no como una maniobra de control.
A partir de ese exceso de idealización inicial, la relación se transforma: llegan los reproches, la humillación sutil, las pruebas de “lealtad”, el aislamiento progresivo y, más tarde, los estallidos de crueldad emocional o incluso física. La investigadora explica que “la alternancia entre ternura y hostilidad no es casual: es un sistema de recompensa y castigo que consolida la dependencia y reconfigura las expectativas afectivas de la víctima”.
El rostro dual del agresor
Las mujeres entrevistadas describieron a sus exparejas como hombres con “dos caras”, capaces de generar una sensación de unión casi mística para luego destruirla con frialdad. Según Lesiak, “‘los patrones de manipulación, grooming y coerción eran tan consistentes que parecía que todas hablaban del mismo hombre’”. Esa uniformidad es lo que permite afirmar que lo ocurrido en estas relaciones no es un problema de carácter, sino una estrategia.
La investigadora sostiene que esta “doble personalidad” no responde a inestabilidad emocional, sino a cálculo. El agresor sabe cuándo mostrarse atento y cuándo ejercer dolor. Esa imprevisibilidad no solo desconcierta a la víctima; también la impulsa a buscar desesperadamente el retorno a la etapa inicial, aquella en la que se sentía supuestamente amada de forma extraordinaria. Lesiak explica que muchas mujeres describen que se aferran a la esperanza de “recuperar al hombre del principio”, aun cuando, en realidad, aquel gesto inicial era parte del anzuelo.
La intensificación artificial del vínculo emocional crea un umbral muy alto de tolerancia al maltrato: la víctima cree que lo que se ha roto no es una estrategia de dominación, sino un amor intenso que “merece ser reparado”. Así, la violencia psicológica no se percibe de inmediato; se internaliza como consecuencia de algo que la propia mujer debe “arreglar” o “demostrar que merece”.
Intimidad fingida como herramienta de sometimiento
Otro hallazgo clave del estudio reside en la explotación del trauma previo. Casi todas las participantes habían atravesado experiencias dolorosas en la infancia —desde abandono emocional hasta abuso—, y sus parejas utilizaron esa vulnerabilidad como palanca para sellar la dependencia. Los agresores se mostraron inicialmente “comprensivos” o “rotos por dentro”, como si ellos también cargaran con heridas profundas. Ese intercambio de confidencias generó una falsa sensación de intimidad: un “nosotros” que en realidad servía para justificar formas posteriores de maltrato y dominio.
Tal como resume la autora, “‘los agresores instrumentalizan el trauma compartido para justificar su conducta, sembrar dependencia y evadir responsabilidad’”. Lo que aparenta ser cercanía emocional genuina es en realidad una manipulación psicológica orientada a consolidar la sensación de destino compartido. Y esa ilusión de excepcionalidad —de “nadie más te entenderá como yo”— provoca que la víctima tolere niveles progresivos de abuso.
Con el tiempo, ese supuesto espacio de vulnerabilidad se convierte en munición: confidencias usadas en modo de burla, reproche o humillación; secretos íntimos convertidos en arma. La conexión emocional inicial se transforma en vigilancia y castigo. La investigadora detalla que varias participantes describieron la experiencia como una adicción: euforia extrema seguida de un derrumbe emocional que solo el propio agresor podía “aliviar”.
Según cuenta Lesiak, “‘me resultó incómodo incluso escribirlo, pero debía respetar el lenguaje de las entrevistadas: ellas hablaban literalmente de adicción y deseo compulsivo’”. Algunas de ellas relataron que el impulso por retomar contacto era tan intenso que equivalía a craving, término asociado habitualmente al consumo de sustancias. Tres participantes llegaron a mudarse a otra ciudad para romper el ciclo.
El control sin golpes: una violencia que rara vez se detecta a tiempo
Uno de los aspectos más inquietantes del estudio es que gran parte del sometimiento ocurre antes de cualquier agresión física. Desde el exterior, la relación puede parecer apasionada, devota o incluso ejemplar. El entorno social, al no observar señales visibles de violencia, valida la pareja, lo que refuerza el aislamiento de la víctima. No hay marcas en la piel, pero sí un deterioro invisible y sistemático del yo.
Este tipo de dominación emocional es muy difícil de reconocer tanto por la víctima como por los profesionales que podrían intervenir. El sufrimiento no se presenta como “abuso”, sino como confusión, sensación de deuda afectiva, miedo a perder el supuesto amor intenso del inicio o culpa por no estar “a la altura” de esa relación idealizada.
La ausencia de golpes refuerza la duda: la mujer no se percibe como maltratada, sino como “incapaz de sostener algo que fue extraordinario”. Este punto es central en la investigación: lo que se quiebra no es la autoestima de la víctima, sino su brújula afectiva. La agresión se camufla detrás de gestos de cuidado, disculpas conmovedoras y momentos de aparente conexión profunda.
Un ciclo comparable a un sistema de adicción
La autora explica que los cambios bruscos entre cariño y crueldad actúan sobre el cerebro como un mecanismo de refuerzo intermitente —el mismo que opera en las máquinas tragamonedas—. El “premio afectivo” impredecible hace que la víctima se aferre a la esperanza de recuperarlo, lo que fortalece el lazo emocional en lugar de debilitarlo. “‘Los agresores provocan picos eufóricos y caídas devastadoras’”, señala Lesiak. “‘Ese vaivén activa un poderoso sistema de recompensa. Se parece a un juego de azar: imprevisible, dependiente del famoso ‘quizás esta vez’, y acompañando por un creciente autorreproche’”.
No se trata de “amor que salió mal” ni de incompatibilidad de caracteres: se trata de ingeniería emocional. La víctima no lucha por la relación que tiene, sino por la ilusión original que le vendieron al principio. Y cuanto más frustrante se vuelve el vínculo, más se intensifica el deseo de volver a la etapa inicial.
Ese mecanismo explica por qué muchas víctimas continúan emocionalmente atadas incluso tras haber abandonado al agresor o haberse separado legalmente. La salida física no implica salida psicológica. La huella de la traumabond —la atadura emocional basada en dolor y recompensa— permanece incluso cuando ya no hay convivencia.
Cuando la ayuda terapéutica falla por diagnóstico equivocado
El estudio advierte que gran parte de la ayuda institucional y psicológica actual se centra en nociones como “codependencia”, lo que, según Lesiak, traslada involuntariamente parte de la responsabilidad a la víctima. Ese enfoque implica que ella participa activamente en el ciclo porque “necesita” ese tipo de relación o porque “algo en su historia emocional la lleva a elegir mal”. Pero el hallazgo del estudio es contundente: la clave no está en la psicología de la víctima, sino en la estrategia del agresor.
Lesiak propone desplazar el foco: “‘la violencia de pareja no trata de patología de la víctima, sino de estrategia del agresor’”. Esto significa que el abordaje terapéutico debería centrarse en desmantelar los mecanismos de control emocional, en lugar de sugerir que la mujer “atrae” o “permite” ese sometimiento. Si la coerción se fabrica de manera gradual, la salida debe incluir herramientas para identificar y desactivar los engranajes psicológicos que sostienen el lazo traumático.
Para la investigadora, es imprescindible que policías, tribunales, terapeutas y personal sanitario aprendan a identificar la coerción no física: el aislamiento progresivo, la vigilancia disfrazada de cuidado, las pruebas emocionales de lealtad, el uso del trauma compartido como moneda relacional y la alternancia entre ternura y crueldad. Estas señales suelen pasar inadvertidas porque la sociedad sigue asociando el maltrato con el daño visible, cuando el control más devastador ocurre antes y sin testigos.
El mito del “amor difícil” como barrera cultural
La normalización cultural de la intensidad emocional como sinónimo de pasión también juega un papel importante. Muchas mujeres no identifican el peligro porque interpretan ese desbordamiento afectivo inicial como señal de compatibilidad extraordinaria. En contextos donde el amor romántico está asociado al sacrificio, la entrega total o la idea de “almas gemelas”, la frontera entre compromiso y disolución del yo se vuelve difusa.
El agresor utiliza ese marco cultural en su beneficio: sabe que la intensidad se percibe como prueba de amor, no como mecanismo de absorción de la autonomía. Por eso la primera fase de la relación es crucial: establece el molde emocional que después permitirá justificar el abuso. Cuando llega la crueldad, ya no parece una agresión, sino un “quiebre temporal” que —cree la víctima— se puede reparar si ella se esfuerza lo suficiente.
En este sentido, el estudio evidencia que la violencia afectiva previa a la violencia física no es un prólogo, sino el núcleo mismo del sometimiento. Ahí se produce la captura psicológica. Cuando aparecen los golpes o amenazas, la dependencia ya está instalada y la víctima ha sido desalojada emocionalmente de su propio criterio.
Reconfigurar la percepción pública: lo que no se ve también es violencia
Una de las implicaciones más importantes del trabajo de Lesiak es que obliga a revisar la manera en que se define la violencia de pareja. Al centrarse históricamente en las agresiones materiales —lesiones, control económico, coacción sexual—, buena parte del sistema institucional llega siempre tarde: interviene cuando ya hay daño extremo, sin reconocer la etapa previa de preparación psicológica.
Esto también explica por qué tantas mujeres altamente preparadas, autosuficientes y socialmente activas pueden quedar atrapadas: no se consideran víctimas porque nadie les puso aún una mano encima, y el entorno tampoco identifica señales, pues lo que observa es afecto, atención y un aparente compromiso del agresor.
El hallazgo central del estudio es que la violencia psicológica no es un efecto colateral: es el método. El agresor necesita primero redefinir los límites de la víctima, erosionar su autonomía emocional y colonizar su percepción del vínculo. Entonces, si algún día aparecen golpes, ya no se dirigen contra una pareja libre, sino contra alguien previamente moldeado para sentir que no tiene escapatoria.
La investigación concluye que comprender esta forma de abuso exige reorganizar las categorías desde las cuales se analiza el fenómeno. No se trata de mujeres que “no pueden soltar”, sino de agresores que diseñan una cárcel invisible desde el primer día. Como resume la autora, “‘los maltratadores fabrican deliberadamente un vínculo que luego utilizan como instrumento de control, combinando ciclos de amor y crueldad con la explotación de un trauma compartido’”. Lo que el entorno suele confundir con amor profundo es, en realidad, el estadio inicial de una dominación emocional calculada y sostenida en el tiempo.

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