Un nuevo estudio muestra que la autocensura no surge solo del miedo, sino como una decisión estratégica para evitar sanciones en entornos de vigilancia creciente, tanto en regímenes autoritarios como en plataformas digitales.
El avance de las tecnologías de reconocimiento facial, los algoritmos de moderación y la vigilancia en línea ha transformado el espacio donde la opinión pública se forma y se expresa. En una era en la que los límites entre lo privado y lo público se difuminan, la decisión de hablar o callar puede tener consecuencias profundas. Un equipo de científicos de la Arizona State University, la University of Michigan y la Universidad de Nuevo México analizó cómo las personas y las instituciones ajustan su comportamiento en función de ese riesgo, en una investigación difundida a través de la plataforma arXiv.
El estudio, liderado por el investigador Joshua J. Daymude, junto a Robert Axelrod y Stephanie Forrest, explora cómo los individuos evalúan si expresar una opinión disidente vale la pena cuando se enfrentan a posibles castigos. “Las tecnologías modernas, como el reconocimiento facial y la moderación algorítmica del contenido, han cambiado radicalmente el entorno en el que se desarrollan las opiniones divergentes”, explicó Daymude. “Nuestro objetivo fue ir más allá de la intuición y construir un modelo riguroso que permitiera entender cuándo y cómo surge la autocensura”.
La ciencia detrás del silencio
El experimento, basado en un modelo matemático y simulaciones sociales, recreó una situación en la que los ciudadanos debían equilibrar su deseo de expresar una opinión minoritaria con el temor a represalias. Paralelamente, las autoridades ajustaban sus estrategias de vigilancia y castigo con el objetivo de mantener el control sin gastar recursos excesivos en la represión.
Los resultados mostraron que la autocensura no es un simple reflejo del miedo, sino una elección racional influida por tres factores: el nivel de vigilancia, la severidad del castigo y la valentía colectiva. En escenarios donde las sanciones eran uniformes y extremas —como la suspensión general de servicios o el cierre del acceso a internet—, las personas tendían a callar incluso sin haber sido castigadas directamente. Sin embargo, cuando las sanciones eran graduales o más proporcionadas, aparecía un margen para la disidencia controlada.
La coautora Stephanie Forrest subrayó la importancia del comportamiento de los primeros disidentes. “La disposición de una parte de la población a hablar temprano, aun asumiendo las consecuencias, tiene un efecto enorme en cuánto tarda un poder en suprimir completamente el descontento”, afirmó. “El costo de castigar simultáneamente a toda una sociedad puede volverse inasumible”.
Cuando la prudencia se convierte en estrategia
Los investigadores clasificaron las respuestas sociales en tres categorías: participación, autocensura y resistencia. Descubrieron que la autocensura se imponía en contextos de castigos generalizados, mientras que las formas más abiertas de resistencia sobrevivían en ambientes donde las sanciones eran graduales.
Las simulaciones reflejaron dinámicas históricas y contemporáneas. Los autores recordaron la campaña de las “Cien Flores”, promovida en 1956 por Mao Zedong, que alentó brevemente la crítica pública antes de derivar en una represión masiva. Según el modelo, cuando las autoridades endurecen el control y la vigilancia se intensifica, los disidentes se adaptan y terminan restringiéndose de manera casi total.
Con el tiempo, las sociedades simuladas mostraron cómo la represión sostenida no solo reduce las voces críticas, sino que normaliza el silencio. Pero el estudio también reveló un matiz esperanzador: las comunidades con mayor nivel de “coraje colectivo” lograron mantener vivas las opiniones divergentes durante más tiempo, incluso bajo control estricto. “Una sociedad en la que algunas personas están dispuestas a correr riesgos impide que el silencio se vuelva absoluto”, detalló Forrest.
Un fenómeno que trasciende los regímenes autoritarios
Aunque el modelo se inspira en situaciones de censura política, sus conclusiones van más allá. La autocensura también está presente en las redes sociales y entornos digitales donde los usuarios, conscientes de la vigilancia o del riesgo de exclusión, moderan sus propias expresiones antes de publicarlas.
Según el análisis teórico complementario difundido en arXiv, esta tendencia no requiere necesariamente un gobierno represivo: basta con un sistema de incentivos y sanciones percibidas —como la pérdida de reputación o el aislamiento social— para que la gente opte por el silencio. “La autocensura comienza muchas veces como una forma de autoprotección”, señaló Daymude. “Pero cuando la gente se calla antes incluso de ser castigada, esa dinámica se convierte en un potente instrumento de control”.
El estudio resalta que la autocensura no solo limita la diversidad de ideas, sino que debilita la capacidad de las sociedades para corregirse a sí mismas. En plataformas digitales, los algoritmos que priorizan contenidos “seguros” o políticamente neutros pueden, sin intención, reforzar ese círculo de silencio. “Comprender la naturaleza estratégica de la disidencia puede ayudar a diseñar políticas y plataformas que protejan mejor la libertad de expresión”, añadió Daymude.
La libertad de expresión como equilibrio frágil
El trabajo plantea un reto ético y político en la era digital: ¿cómo proteger el derecho a la libre expresión sin abrir la puerta a la desinformación o al discurso de odio? Para los autores, el equilibrio entre seguridad y libertad requiere más que regulaciones o tecnología. “En última instancia, nuestras conclusiones muestran que mantener un diálogo abierto no depende solo de las leyes o de los algoritmos”, afirmó Forrest. “Depende del valor individual y de la disposición colectiva a seguir hablando, incluso cuando eso resulta incómodo”.
Esa idea, aparentemente simple, tiene un trasfondo profundo. Una sociedad que interioriza el silencio por miedo o conveniencia pierde una de sus herramientas más poderosas para el cambio: la palabra. Y, como advierte el estudio, una vez que la autocensura se normaliza, revertirla es mucho más difícil de lo que parece.
La investigación, publicada como preprint en arXiv bajo el título Strategic Analysis of Dissent and Self-Censorship y difundida por EurekAlert!, aporta una visión nueva sobre la psicología del silencio y la lógica que guía la autocensura. En un mundo donde cada opinión deja una huella digital y cada disidencia puede tener consecuencias, la valentía de hablar se convierte en el último refugio de la libertad.

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