Una revisión internacional de estudios científicos concluye que no existe prueba alguna de que una alteración en el microbioma sea la causa del autismo, desmontando una hipótesis que ha ganado atención mediática durante años.
Durante más de una década, la posibilidad de que el autismo estuviera relacionado con desequilibrios en el intestino capturó la imaginación de documentalistas, influencers, empresas de suplementos y algunos equipos de investigación. La idea parecía ofrecer una explicación alternativa y, sobre todo, una vía potencial de intervención: si la causa estuviera en la flora intestinal, quizás se podría modificar la trayectoria del autismo mediante dietas, probióticos o incluso trasplantes fecales. Sin embargo, una nueva revisión exhaustiva publicada en Neuron por investigadores del Trinity College Dublin, University College Cork y otros centros internacionales desmantela esa narrativa de forma contundente. El equipo examinó de manera crítica décadas de trabajos, metodologías y resultados, y llegó a una conclusión inequívoca: no hay evidencia científica que respalde un vínculo causal entre la microbiota y el autismo.
El estudio, liderado por el neurocientífico Kevin Mitchell y disponible en la edición más reciente de Neuron, sostiene que las afirmaciones mediáticas sobre la llamada “disbiosis autista” se apoyan en trabajos pequeños, fragmentados y metodológicamente débiles. “Lo que sea que hayas escuchado, leído o visto en Netflix, no existe prueba alguna de que una flora intestinal alterada cause autismo”, afirma Mitchell en la revisión. A su juicio, seguir financiando investigaciones que partan de esa premisa supone desviar recursos de las líneas más prometedoras para entender el origen genético y neurobiológico del trastorno. “No creo que debamos invertir más tiempo ni dinero en este enfoque. Sabemos que el autismo está fuertemente determinado por factores genéticos y todavía queda mucho por descubrir en ese terreno”, añade.
La persistencia de una hipótesis atractiva
La conexión entre intestino y cerebro, conocida como eje intestino-cerebro, ha sido presentada durante años como una explicación “modificable” del autismo. La simple posibilidad de que un ajuste en la dieta, un suplemento o una intervención probiótica pudiera aliviar síntomas generó esperanza entre muchas familias. La presencia frecuente de molestias digestivas en personas autistas contribuyó a alimentar la teoría, pero la nueva revisión recuerda que correlación no es causalidad. “Que las personas autistas presenten más problemas digestivos no implica que su microbiota sea la causa del autismo”, explican los autores. Mitchell y sus colegas señalan que la prevalencia creciente de diagnósticos responde fundamentalmente a mejoras en la detección y a criterios clínicos más amplios, no a un cambio biológico profundo asociado con la microbiota.
El análisis detalla que la narrativa popular se amplificó por una combinación de factores: la fascinación social con el microbioma, la interpretación excesiva de resultados preliminares y el deseo de encontrar una causa externa y tratable. Sin embargo, como recuerda la revisión, ninguna de estas motivaciones puede sustituir la evidencia robusta. La microbiota es dinámica, cambia con la dieta, el entorno, la edad y la medicación; vincularla directamente con un rasgo neurobiológico complejo requiere estudios masivos, con diseños estrictos y variables controladas, algo que hasta ahora no existe.
Lo que realmente mostraron los estudios previos
El equipo recopiló y evaluó decenas de trabajos en los que se comparaba el microbioma de personas autistas con el de grupos neurotípicos. Una conclusión fue recurrente: los estudios eran demasiado pequeños para detectar patrones consistentes. Muchos incluían apenas 20 o 30 participantes, un número insuficiente para sacar conclusiones sólidas sobre algo tan variable como la comunidad microbiana del intestino. “El autismo no es una condición rara, por lo que no existe justificación para estudios con tan pocos participantes”, comenta el bioestadístico Darren Dahly, coautor de la revisión y miembro de University College Cork.
Además de su reducido tamaño, los estudios presentaban una notable heterogeneidad metodológica. Algunos utilizaban distintas técnicas de secuenciación, otros no controlaban la dieta o el uso de medicamentos, y casi ninguno integraba factores familiares o ambientales. Como resultado, los hallazgos se contradecían mutuamente: unos reportaban menor diversidad bacteriana, otros mayor, y otros ningún patrón definible. Cuando los autores de la revisión reanalizaron los resultados ajustando por variables como edad, dieta o parentesco, casi todas las diferencias desaparecieron. “Si existe algún tipo de asociación, probablemente ocurre en sentido inverso: el autismo influye en los hábitos alimenticios de la persona, y eso modifica la microbiota”, explica Mitchell. Desde esta perspectiva, el microbioma no sería un origen, sino una consecuencia secundaria de factores conductuales.
La revisión también examinó los estudios longitudinales existentes, que podrían haber aportado pruebas de causalidad si mostraran que los cambios en la microbiota preceden a la aparición de rasgos autistas. Sin embargo, ninguno de los casos analizados cumplía con los requisitos para un diseño causal robusto. Los investigadores destacan que no se han encontrado patrones consistentes que permitan predecir autismo a partir de muestras fecales, ni en infancias tempranas ni en etapas posteriores del desarrollo.
Problemas en experimentos con animales y en ensayos con intervención
Uno de los pilares utilizados para alimentar la hipótesis del “autismo ligado al intestino” proviene de experimentos con animales, en especial con ratones. En ellos se afirma que ciertos perfiles microbianos inducen conductas “tipo autismo”. La revisión de Neuron explica con detalle por qué estos resultados no pueden extrapolarse a humanos. “No existe evidencia de que lo que se ha llamado ‘conducta tipo autista’ en ratones tenga alguna relación con el autismo humano”, sostiene Mitchell. Muchas tareas utilizadas en laboratorio para evaluar interacción social o repetitividad en roedores no capturan ni remotamente la complejidad del comportamiento autista en humanos. Además, los diseños experimentales presentan fallas graves: ausencia de controles adecuados, tamaños de muestra reducidos, sesgos en la manipulación microbiana y condiciones ambientales poco realistas.
En los ensayos clínicos con probióticos o trasplantes fecales se repite el patrón. Las expectativas generadas por pequeños estudios preliminares no se sostienen cuando se aplican criterios científicos rigurosos. Gran parte de esos trabajos carecía de grupo control, no eran doble ciego o incluían muestras mínimas de participantes. “Cuando se hacen los estudios correctamente, simplemente no se observa ningún efecto”, afirma Dahly. La revisión subraya que no es mala idea investigar cómo la dieta y las bacterias influyen en la salud general; el problema surge cuando se pretende que tales efectos se extiendan a un trastorno del neurodesarrollo fuertemente influido por la genética.
El análisis recuerda también que algunos ensayos que parecían prometedores se derrumbaron con auditorías metodológicas posteriores. En más de un caso, el número real de participantes difería del reportado, y en otros se detectaron inconsistencias en la secuenciación. Estas fallas de rigor contribuyeron a amplificar expectativas infundadas y a confundir al público, especialmente a familias que buscaban soluciones rápidas.
Un campo que debe redirigir sus esfuerzos
La revisión internacional es contundente al describir el estado del campo. “Si somos sinceros, es momento de dejar atrás esta línea de investigación. Ha resultado ser un callejón sin salida”, dice la psicóloga experimental Dorothy Bishop, investigadora de la Universidad de Oxford y una de las voces más respetadas en el análisis crítico de las ciencias del comportamiento. Bishop subraya que la insistencia en esta teoría no solo perjudica al avance científico, sino que genera falsas esperanzas. “Si las personas desean seguir trabajando en este tema, al menos deben hacerlo con mucha más rigurosidad.”
Los autores sostienen que seguir enfocando esfuerzos en la microbiota distrae de los avances reales. En los últimos años, estudios genómicos con cientos de miles de participantes han identificado centenares de genes implicados en el neurodesarrollo, muchos de los cuales participan en la formación de sinapsis, la regulación de la expresión génica y la organización general del cerebro en etapas tempranas. Aunque aún queda mucho por descifrar, estas líneas de investigación se están consolidando como las más prometedoras para comprender el autismo y mejorar los apoyos disponibles. “No necesitamos mirar los intestinos de nadie para entender el autismo. Las respuestas están en el ADN”, concluye Mitchell.
Ciencia frente a mito
Que la microbiota haya sido presentada como una causa potencial del autismo no sorprende: el campo del microbioma vive un auge y ha mostrado efectos reales en aspectos como la digestión, el sistema inmune y algunas interacciones metabólicas. Sin embargo, la revisión de Neuron demuestra que ese interés general se ha traducido, en el caso del autismo, en extrapolaciones injustificadas y, a menudo, en promesas comerciales sin sustento. La persistencia del mito no solo condiciona líneas de investigación, sino que puede conducir a intervenciones riesgosas. Las dietas restrictivas, por ejemplo, pueden provocar deficiencias nutricionales, y los trasplantes fecales, aunque en ocasiones útiles para tratar infecciones específicas, conllevan riesgos serios cuando se aplican fuera de protocolos clínicos aprobados.
La revisión aborda también el papel de la comunicación científica. Las interpretaciones exageradas, especialmente en redes sociales y documentales, han contribuido a que estudios preliminares se perciban como verdades establecidas. En este sentido, el artículo de Neuron hace un llamado explícito a los investigadores para que comuniquen con mayor claridad los límites de sus hallazgos y eviten conclusiones que excedan los datos disponibles.
El eje intestino-cerebro en contexto
La revisión incluye un análisis del eje intestino-cerebro, un término que describe la comunicación bidireccional entre el sistema nervioso central y el sistema digestivo. Este eje funciona mediante conexiones nerviosas directas, como el nervio vago, y mediante señales químicas, entre ellas neurotransmisores. El estudio recuerda que más del 90 % de la serotonina del organismo se sintetiza en el intestino, y que factores como el estrés pueden alterar tanto la función digestiva como la composición del microbioma. Sin embargo, aclara que estos fenómenos, aunque relevantes para la fisiología general, no guardan relación demostrada con el origen del autismo.
Los autores explican que el eje intestino-cerebro puede influir en la percepción del bienestar o en trastornos digestivos funcionales, pero no existen evidencias que lo relacionen con la estructuración del cerebro en etapas tempranas del desarrollo. Señalan, además, que extrapolar desde la producción de serotonina intestinal hacia el autismo es un salto que no tiene apoyo empírico. El hecho de que ciertas vías bioquímicas estén presentes en ambos sistemas no implica que sean responsables del autismo, una condición cuyas bases genéticas han sido ampliamente documentadas.
Una visión más clara y un rumbo renovado
El análisis publicado en Neuron aparece en un momento en el que la investigación sobre el autismo se ha vuelto más interdisciplinaria y sofisticada. El acceso a grandes bases de datos genéticas, el desarrollo de modelos celulares derivados de células madre y el uso de tecnologías de neuroimagen están permitiendo un examen más preciso de los mecanismos involucrados. Esta revisión internacional pretende cerrar un capítulo marcado por especulaciones y abrir uno nuevo, apoyado en datos más consistentes.
Los investigadores insisten en que el avance hacia una comprensión real del autismo debe pasar por identificar las vías biológicas implicadas, entender la diversidad de perfiles autistas y mejorar los apoyos educativos, clínicos y comunitarios. Señalan que la persistencia de hipótesis infundadas dificulta la creación de políticas y tratamientos basados en evidencia. “El mito de que el autismo nace en los intestinos ha distraído durante años. Es hora de volver al camino que tiene más probabilidades de aportar respuestas reales”, concluye el equipo.
La nueva revisión no solo descarta la microbiota como causa del autismo, sino que también reorienta la conversación global. En un campo donde abundan teorías simplificadoras, la evidencia presentada exige mirar más allá de las soluciones rápidas y apostar por la complejidad real del neurodesarrollo humano. La ciencia, subrayan los autores, no siempre ofrece respuestas cómodas, pero sí las más necesarias.

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